Son muchos los aspectos misioneros del tradicional Mensaje para la Cuaresma de Benedicto XVI en este 2012. Conviene centrar nuestra atención en ellos, porque encierran fundamentales lecciones evangélicas, que contribuirán a hacer de nuestras vidas, y de las de toda la humanidad, pequeñas piezas clave para alcanzar un mundo más acorde al que Dios quiere para todos nosotros.
De entrada, pocos como los misioneros y misioneras, que son capaces en algunos casos de jugarse la vida por servir –como nos enseña Jesús– al que más lo necesita, responden al lema “Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras” (Heb 10,24), con el que se ha presentado este Mensaje de Cuaresma. Pocos como ellos, que son capaces de desprenderse de las comodidades del llamado “mundo desarrollado”, nos demuestran que “nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre”.
Corremos un alto riesgo de acostumbrarnos a todo en nuestras vidas. Ya nada nos asombra. Ni lo bueno, por lo que dar gracias, ni lo malo, por lo que indignarnos y alzar nuestra denuncia. Como alerta Benedicto XVI, hay que ponerse “en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de ‘anestesia espiritual’ que nos deja ciegos ante el sufrimiento de los demás”.
Lo primero que hace un misionero es fijarse en una realidad que le interpela, que le hace abrir su corazón y actuar. Y ¿qué es lo que nos impide tener esta mirada humana, amorosa y de justicia hacia el otro, nuestro hermano? ¿Qué nos ciega ante el sufrimiento de hombres y pueblos? “Con frecuencia –señala con precisión el Papa– es la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás”.
Vemos, pero no “nos fijamos”, no “observamos bien” la violencia que salpica las noticias; nos parece ajena la injusticia que padece el otro; nos habituamos a la pobreza y la miseria de nuestras calles y mucho más a la que se encuentra muy lejos.
Así las cosas, nos enfrentamos al peligro de no ser capaces de reconocer el mal ni de luchar contra él. Pero también estamos al límite de no reconocer el bien, de no alegrarnos por las buenas obras, de no ser capaces de renovar nuestra esperanza. “Una sociedad como la actual –señala Benedicto XVI– puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida”. El mundo –como decía Pablo VI en la encíclica Populorum progressio– está enfermo y “su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos”.
La Cuaresma debe ser un tiempo de conversión: de abrir los ojos para fijarse en la realidad del otro; de escuchar el grito del pobre; de darse gratuitamente a los demás; de mostrar nuestra capacidad de servicio; de no callar ante el mal; de asombrarse y admirar todo lo bueno que hay en nuestro mundo; en definitiva, de llenar el corazón de la vida cristiana de caridad, fraternidad y comunión con los demás. Será de este modo una Cuaresma misionera, en la que “todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras”.
Extraído del editorial de la Revista Misioneros de OMP
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