«Vosotros lo matasteis, pero Dios lo resucitó». Esto es lo que predican con fe los discípulos de Jesús por las calles de Jerusalén a los pocos días de su ejecución. Para ellos, la resurrección es la respuesta de Dios a la acción injusta y criminal de quienes han querido callar para siempre su voz y anular de raíz su proyecto de un mundo más justo.
No lo hemos de olvidar jamás. En el corazón de nuestra fe hay un crucificado al que Dios le ha dado la razón. En el centro mismo de la Iglesia hay una víctima a la que Dios ha hecho justicia. Una vida «crucificada», pero motivada y vivida con el espíritu de Jesús, no terminará en fracaso sino en resurrección.
Esto cambia totalmente el sentido de nuestros esfuerzos, penas, trabajos y sufrimientos por un mundo más humano y una vida más dichosa para todos. Vivir pensando en los que sufren, estar cerca de los más desvalidos, echar una mano a los indefensos… seguir los pasos de Jesús no es algo absurdo. Es caminar hacia el Misterio de un Dios que resucitará para siempre nuestras vidas.
Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del resucitado. Así serán un día nuestras heridas de hoy. Cicatrices curadas por Dios para siempre.
Esta fe nos sostiene por dentro y nos hace más fuertes para seguir corriendo riesgos. Poco a poco hemos de ir aprendiendo a no quejarnos tanto, a no vivir siempre lamentándonos del mal que hay en el mundo y en la Iglesia, a no sentirnos siempre víctimas de los demás. ¿Por qué no podemos vivir como Jesús diciendo: «Nadie me quita la vida, sino que soy yo quien la doy»?
Seguir al crucificado hasta compartir con él la resurrección es, en definitiva, aprender a «dar la vida», el tiempo, nuestras fuerzas y tal vez nuestra salud por amor. No nos faltarán heridas, cansancio y fatigas. Una esperanza nos sostiene: Un día «Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas porque todo este mundo viejo habrá pasado»
José Antonio Pagola
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