Lo hemos leído en el: blog “Huellas”, de la ONGD Madreselva y nos ha gustado tanto, que queremos compartirlo aquí...
Ésta es, quizá, la pregunta que más he escuchado desde que regresé deMozambique después de pasar allí 10 meses. Confieso que mi respuesta, hasta ahora, no era la misma para todos: dependía del grado de interés que mostraran mis interlocutores o, para ser más exacta, del grado de interés que, a mi parecer, tenían los oyentes. Sin embargo, me doy cuenta de que eso no es justo: debo ofrecer la misma respuesta a todos (mi experiencia, al fin y al cabo) y dejar que cada uno forme su opinión sobre el grado de pobreza de la gente con la que he convivido este año.
Es eso lo que voy a hacer, voy a ofrecer una respuesta, a todo el que la quiera, sea quien sea. ¿Quieres conocerla? Puede que mi respuesta baste y te quedes tranquilo: ahora sabes un poco más del mundo y de cómo viven otros. Está bien. O puede que surjan muchas otras preguntas sobre la realidad de la que te hablo, sobre la realidad en la que tú vives, sobre ti mismo y tu relación con el mundo… ¿Aceptas? Allá voy.
El salario mínimo en Mozambique, según tengo entendido, está fijado por el gobierno en 2500 meticais al mes (unos 50 euros). Conocí a gente que cobraba esa cantidad en la ciudad, pero no en el campo. Allí, los sueldos de la gente que conocía iban desde los 600 (12€) a los 1500 mt (30 €). Ese dinero, les sirve para comprar un saco de arroz por 600 mtn, pan, y té para el desayuno, algo de verdura o fruta de vez en cuando en el mercado, jabón para lavar la ropa y “tomar baño” y quizá para comprar un kilo de azúcar con el que “animar” el té. Toda la familia suele depender de un único sueldo (si existe).
Así, no he visto morir a ningún niño o niña de hambre pero sí he visto cómo muchos de ellos y sus familias comían lo mismo día tras día, sin posibilidad de elegir menú, ajustando bien las provisiones para racionar los sacos de maíz, cacahuete y judías que habían conseguido recolectar en sus “machambas” (huertas) tras la época de lluvias.
He visto pasar frente a la casa de las hermanas a muchas mujeres y niñas con “baldes” en sus cabezas, en busca de agua para cocinar y limpiarse y he compartido con ellas cómo día a día aumentaba la preocupación por la falta de lluvia. Los kilómetros que debían recorrer para encontrar agua también aumentaban por cada día sin llover.
Todas las personas que conocí tenían un techo bajo el que dormir. Algunos de ellos, eran los propietarios del mismo. Otros, eran sus hijos e hijas, parejas, madres, padres, hijastros, hijastras, sobrinos, sobrinas, primos, primas… Dos habitaciones, no mayores que una cama de matrimonio, bien podían albergar el sueño de diez personas. Cada vez era más frecuente tener la posibilidad de hacerse con un colchón, pero lo más común era que durmieran en camas tradicionales de cuerdas (las mismas que servían como asiento de las visitas en el “quintal”) o en esteras de palma extendidas sobre el suelo.
Aquellos que no tenían casa, tarde o temprano encontraban a alguien que les dejaba dormir en la suya, a cambio de colaborar en las labores del hogar o en el cuidado de los niños de la familia. Aunque esto era una solución temporal que les obligaba acambiar de hogar muy a menudo (con la consiguiente preocupación por buscar dónde dormir).
A veces, también, eran las familias quienes buscaban a sus hijos e hijas otras casas en las que vivir como criados.
Hablando de educación, la media de alumnos por aula era de 50 y en el curso inicial de primaria, podían convivir alumnos desde 5 a 14 años. Todos ellos, en educación primaria, tenían acceso a los libros de texto de forma gratuita, pero rara vez esos libros conseguían llegar al final del año en buenas condiciones: en parte, por el descuido de sus dueños; en parte, por falta de una buena “pasta” en la que trasportarlos; en parte, porque eran alimento de los ratones en sus casas.
Las escuelas que conocí tienen sólidas paredes, aunque por el tejado fácilmente se cuela el agua en la época de lluvias (al inicio de curso) y no tienen ventanas. Las páginas se pasan solas, los lápices ruedan por las mesas y los papeles vuelan en los días de viento…
En una ocasión (y me consta que no fue la primera vez), tuvieron que hacer un examen oficial a la sombra de una “mangueira” (un árbol) por falta de aulas.
En cuanto a salud, decirte que el lugar en el que pasé la mayor parte del tiempo disponía de un hospital recién construido y con un equipo médico muy competente (según la opinión de la doctora de una ONG suiza que colaboraba con ellos). Diariamente eran atendidas allí miles de personas, de todo el distrito. El diagnóstico más común: “no tienen sangre” (esto creo que me dará para otro artículo). Para recuperarse, en los casos de “sin sangre” más graves o para las operaciones, era necesario que un familiar donara dos litros de sangre al hospital o bien que desembolsaran el dinero para comprar la sangre necesaria para la intervención (no sé a cuánto estaba el litro).
Hasta hace un año, la electricidad no llegó a la zona. Ahora, poco a poco, va llegando a las casas, llevando la luz y también la radio, la televisión, aparatos de música y la posibilidad de cargar los móviles. Es cierto, sí, hay personas capaces de privarse de algunas comidas para conseguir comprar algún aparato. También te cuento que es normal tener un móvil, pero también es frecuente es no tener nada de crédito en él.
Como ves, traté de hablar sólo de aspectos económicos y sociales. Podría seguir contándote muchas más cosas, pero creo que es suficiente para que, ahora, emitas tu propio juicio y, o bien te quedes ahí, con tu opinión y tus conocimientos, o bien continúes.
Por mi parte, estoy abierta a ayudarte en lo posible a responder a esas nuevas inquietudes que pudieran surgir, aunque lo que deseo, de verdad, es que junt@s construyamos nuevas preguntas y, también junt@s, demos respuestas. Uno sólo no puede cambiar el mundo, pero tal vez unos cuantos…
Miriam Piqueras es maestra de Educación Infantil en Lugo, y ha sido voluntaria en Mozambique.
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