Después de un fin de semana lleno de actividad, de risas, de disfrutar de la compañia de gente nueva y de paisajes que olían a puro verano, abro el correo y me encuentro con la noticia (una de tantas, sé que no la más trágica, ni la más injusta socialmente) de la muerte de Amy Winehouse. Al leerla, me he sentido especialmente triste y con un pequeño agujero negro y punzante en el pecho.
De vuelta al negro.
Solemos reaccionar ante muertes así con un cierto aire de suficiencia: el famoso "ya se la veía venir" y el "lo tenía todo y lo desaprovechó". Como si una muerte así fuese merecida y el resto de los mortales tuviésemos el mapa sobre cómo se debe vivir. Como si nosotros estuviésemos en lo cierto y jamás nos pudiera suceder algo así. Surge en nosotros una ligera tendencia a apartarnos del muerto, no vaya a ser contagioso.
Yo sólo podré echar de menos su música y su irresistible soul, pero su familia y amigos la echarán de menos en todo. Cada uno de nosotros es insustituible, irrepetible y valioso y aquí me sobra esa cruel frase de "murió como vivió".
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