Como Tomás, que necesitó meter el dedo en la herida, así me he comportado estos días. Acabo de volver de vivir unas semanas en un barrio marginal de Sevilla y me he pasado el tiempo exigiendo pruebas para verle el sentido a lo que estaba haciendo.
Qué pobre.
A pesar de lo que veía a mi alrededor, a pesar de la comunidad extraordinaria que nos acogió en su piso, a pesar de las horas de oración, a pesar de mi obcecación por ver el lado positivo a todo lo que me ocurre...exigí en mi interior un papel firmado que le diera valor al cariño que iba dándole a los niños. Y sólo entendí mi trampa el día que me volvía a casa. Cuánto me queda por aprender y cuántas cuerdas me faltan por soltar, para darme sin necesitar estadísticas, ni confesiones, ni fuegos espectaculares. Cuánto, en definitiva, para ser y no para estar.
Pero, por suerte, a la gente que ama Dios le sobran los papeles y estoy segura de que cada vez que lo necesito, me salvan de mi propia estupidez. Yo soy de libros, de argumentaciones, de teoría, de tesis y antítesis, de tener el corazón en la cabeza. Y me salvan ellos, bajándome el corazón a su sitio y pidiéndome que ame sin pruebas, sin papelitos que demuestren que se lo merecen.
Qué gran lección.
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