Vale, ayer estaba hundida en la miseria. Creo que me voy acostumbrando a mis "dramáticas" llegadas a esta ciudad y suelen desvanecerse en el desayuno, al día siguiente: un café ahuyenta casi todos mis males y está bien así. Estos cafés me ayudan a reírme un poco de mí misma y de mi histrionismo romántico.
Aunque reconozco que no es sólo el café.
Son las miguitas de pan que Dios se empeña en ir dejándome por el camino, para que no me pierda. Cuando encuentro una y me agacho a cogerla, veo el resto del camino. Hoy la miguita de pan ha sido una de las entradas de la página FAST, en la que un misionero salesiano narra su vocación por la misión, cómo acabó hace nueve años en Pakistán y cómo es el día a día allí.
Pierdo rápido el norte y se me olvida qué diantres hago aquí: cuando estoy llena de mí, Dios tiene poco que hacer y últimamente, ni le he dejado llamar a la puerta de lo disparatada que ando mandando currículos, intentando salir de esta ciudad a la que acabo de regresar y que me produce urticaria emocional. Por suerte, para Dios entre Pakistán y mi ciudad el vuelo sólo dura un café.
Y ha llegado justo a tiempo.
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