“Lo contrario de la fe no es la duda, sino el miedo” Pere Casaldáliga
Una boutade de teólogos. Un jeroglífico con el que dejar patidifusos a los que somos más de andar por casa en cuestiones divinas. Y, como yo estaba realmente enfadada por aquella época, simplemente anoté la frase en un post-it (rosa fucsia) y la pegué en la pared de delante de mi escritorio.
Y el tiempo fue pasando. Y con él, el enfado.
Y cuando uno deja de estar enfadado, es capaz de iniciar el camino de vuelta a casa.
El miedo es un bicho feo. Es pequeño y tiene los dientes muy largos y las garras muy afiladas. Se cuela por la nariz y se desliza hasta la boca del estómago y allí se queda, engordando. Le gustan especialmente los planes y las previsiones del tiempo, desayuna nostalgia por las mañanas y unas cuantas culpabilidades birladas del bolsillo. Cuanto más gordo, más duele y cuanto más duele, más comida quiere. Y si va creciéndote el miedo, mal asunto, porque tú también te vuelves pesada, peluda y no puedes ya ni andar.
Bueno, bueno.
Yo tengo
Un par de remedios
Contra el miedo.
Cuando camino, el miedo adelgaza.
Cuando recuerdo África y los platos que fregué.
Cuando echo de menos el Amor de todos los días.
Cuando me agarro, como niña chica, de la mano de Dios y no me suelto. Uh, uh, al miedo se le caen los dientes de puritito susto.
Cuando le dejo los mapas
Y me despeino.
Cuando me indigno.
Cuando me vuelvo adolescente (qué pequeño era entonces el miedo)
Cuando salto cascadas
Y me dejo
Caer
Porque abajo
Donde todo parece perderse y morir,
Allí
Están Sus manos.
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