Comienza el banquete. Te veo entre los invitados. Estás cerca de un grupo de hombres en el que destaca uno. Quiero explicar porqué me llama la atención ese y no otro, y no soy capaz.
Te observo desde un rincón, casi escondida. Estás atenta a todo. Te acercas a otras mujeres; hablas con ellas; ríes; y no pierdes de vista a aquel hombre. En un momento percibo que tu mirada recorre rápidamente la sala. Algo pasa y te has dado cuenta. Con tres rápidos movimientos te acercas al hombre. La familiaridad del trato, lo cerca que te posicionas para hablarle, la brusquedad con que él te responde y la serenidad con la que te alejas, sin alterarte, me hacen pensar que hay un vínculo fuerte entre vosotros. Es el vínculo de las entrañas. Te has apartado con rapidez y silencio. Tal y como habías llegado.
Nuevamente desplazas los ojos por toda la sala y encuentras los míos, escondidos como estaban. Te acercas. Me acerco. Me miras, sonríes y le señalas.
- Ve y busca a los demás. Haced lo que os diga-.
Te miro. Dudo. Pienso.
–No sé quién es. No es el dueño de la casa. (…) ¿Que llenemos las tinajas? ¡No vamos a terminar nunca!
Y lo hacemos sin pensar ni razonar. Lo hacemos porque nos lo dice Él, porque nos mira distinto del resto. Y sacamos vino en vez de agua. Y seguimos sin entender, porque nuestra lógica no sabe de signos mesiánicos.
No vuelvo al rincón, no puedo, no quiero. No entiendo nada. Bebo vino, porque Él me ofrece la copa. Porque hay para todos los que deseen beber.
Mi corazón se alegra. La busco en la sala. Y ella me mira, me sonríe. Y su mirada vuelve a Él.
Y yo ya no quiero hacer otra cosa más que mirarle y seguirle.
Bea Galán
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