Esta vez no ha soplado ningún huracán, no ha habido ninguna explosión, ni fuegos artificiales, ni fanfarria. Fue algo muy simple. Tan simple que no sé bien cómo explicarlo. Un mapa de colores lleno de cruces. Han ido nombrando muchos países, muchos crucificados. Silencio. No lo pienso demasiado, no podía decir otra cosa. Alzo la voz y recuerdo a Sudán. Conforme las palabras me van saliendo, el corazón va esponjándose. Casi no me doy cuenta, pero todo me tiembla cuando digo en voz alta aquella cifra. Silencio. Alberto, que ha vivido allí como misionero, se levanta y cuelga la pequeña cruz de cartulina negra en Sudán del sur.
He ido construyendo un colchón aislante a mi alrededor. Nada ni nadie penetra realmente. Estoy cansada de embarcarme en proyectos, estoy agotada de soñar, estoy extenuada de creer ciega y obstinadamente en los demás. Estoy cansada de que se me rompa el corazón. Y la única manera de protegerme de todo eso ha sido pasar la vida a la cabeza. Ahí todo puede ser controlado, medido, calculado y eso es todo lo que hago últimamente: manterme escépticamente al margen. Al final, sólo a los idiotas nos hacen daño.
Balbuceo todo eso en el mismo sitio de siempre. Subida en lo alto de Cartuja, enfrente de mi facultad. Miro al suelo, miro al lado. “¿Cómo tú me pides de beber a mí? Si conocieras el regalo de Dios y quién te pide de beber, Beatriz, me pedirías tú y ya nunca más tendrías sed” Estallo y reconozco que lo único que permanece invariable en mí es ese corazón minúsculo, arrugado y herido que late a mil por hora cuando recuerda a las mujeres de Kaande o sueña con dar clases en Sudán (aunque ahora tenga prohibido soñar con nada). Y sé que eso es mío, que es mío, auténticamente mío, y que no quiero cambiar por ninguna otra cosa. Que tengo sed, muchísima sed, que me siento perdida y, a ratos, irreconocible.
“Quiero un abrazo”, musito.
No puedo tapar el sol. No puedo esconder la verdad. No puedo obligarme a vestir el jersey que no me pertenece. No quiero tapar el sol. No quiero esconder la verdad. No quiero obligarme a vestir un jersey que no me pertenece. Porque yo sé a quién y a quienes pertenezco, porque sé por qué late mi corazón de verdad y porque Jesús, a pesar de todo, cuenta conmigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario