"Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe (...) Ésta es la morada de Dios con los hombres: acamparé entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado..."
Ap 21,1-5a
El día acaba de despuntar y ahí estoy yo, recién llegada a la isla y de cara a ella. Detrás de mí, un alfombra de agua y encima de ella una flota de barcos atados con sus cuerdas. Observo los árboles de un verde rabioso con los brazos en jarra. Sólo se oye el ronroneo del mar y algún pájaro despistado. Todo es tan hermoso que soy incapaz de moverme durante un tiempo. Allí dentro está el campamento, aunque desde el muelle no pueda verlo. Sé que está ahí, a un par de kilómetros selva adentro.
Los barcos me han traído hasta aquí. Con ellos puedo viajar a donde me plazca y pueden llevarme de vuelta a casa. Sin embargo, y aunque parezca extraño, eso es precisamente lo que impide que me adentre en la isla. El corazón me arde de una manera que si sigo más tiempo allí clavada, tengo la sensación de que me quemaré. No sé qué hacer. Hay tantos barcos a mi espalda.¿Quién puede pegarles fuego?¿cómo voy a hacer eso?
Huele a pan. El aire se llena de ese sabor a miga tostada.
La isla es tan bonita.
Doy la vuelta y corro hacia los barcos. Lo único que puedo hacer por ahora es cortar con ahínco la soga que une el primer barco de la cadena al noray. Ahora los barcos flotan mansamente sin ninguna atadura. Puede que, poco a poco, se vayan alejando.
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