Es cierto: las mujeres occidentales hemos conseguido alcanzar unos niveles de acceso a la educación, al trabajo y al poder equiparables a los de los hombres.
Pero cuando pienso en Grace, en Namakao, en Kufekiso y en todas las mujeres que deben dejarse la piel cada día por poder estudiar, por poder ser independientes, por ganar su dinero, que sueñan con tener una vida propia y se sienten orgullosas de ser mujeres, que se enfrentan a tradiciones milenarias y a toda su comunidad para ganar un pedacito de libertad; cuando pienso en todas esas niñas obligadas a casarse, obligadas a abandonar la escuela, obligadas a renunciar a una sexualidad plena; hasta cuando pienso en las chicas que lo único que quieren es jugar al fútbol en paz...
Entonces, recuerdo una vez más que me niego a conformarme con todo lo que hayamos conseguido hasta ahora. Aunque sólo sea porque me avergüenza no alzar la voz, cuando pienso en ellas y en sus pequeñas, pero ímprovas conquistas en aquel erial que era el oeste de Zambia. Porque me avergüenza que nosotras, desde nuestra cómoda existencia, digamos que "ya hemos conseguido todo lo que queríamos".
Porque es de justicia defender a las que no pueden defenderse, a dar voz a las que nadie escucha y a no descansar hasta que todas las mujeres tengan lo que por derecho les corresponde: una vida plena.
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