Sí, así es cómo describiría a Maria Savani, hermana misionera comboniana nacida en Italia hace sesenta y un años, misionera en Zambia durante casi treinta y, desde el 12 de noviembre, ciudadana del cielo. Para siempre.
Podría describirla de muchas otras maneras:
Un milagro en vida: vivió catorce años con un cáncer que suele acabar con la vida del paciente en sólo unos meses. Pero su oración y su fe eran mucho más fuertes que la enfermedad.
Amante: amaba a Dios, amaba la vida; le encantaba cantar y tocar la guitarra, adoraba bailar, mezclarse con la gente, hablar, compartir su fe con ellos; amaba a la congregación, su vocación, la misión. Amaba Zambia.
La alegría y la risa…la risa y la alegría, siempre. “Soy feliz”, dijo unos meses antes de morir. “Dios me ha llenado, me ha hecho realmente feliz”. Y feliz llegó hasta el final. Con su risa era capaz de desarmar muros de tensión, romper divisiones y restaurar la serenidad y la colaboración. Con su risa y su alegría contagiosa podía enfrentar cualquier situación. Y vaya si lo hizo.
Una mujer valiente, siempre dispuesta a ayudar a los otros, desafiando a aquellos que ella consideraba que se habían descarriado, pasando horas y horas con los alcohólicos…Era su madre.
Una mujer de esperanza. Nada ni nadie podía arrebatarle su fe. Creía en Dios, la misericordia del Padre alimentaba su corazón con esperanza. Y esa esperanza era su testimonio, siempre. Aguardaba con esperanza y con su oración por un mundo mejor, donde la justicia prevaleciera sobre todo lo demás. Tenía esperanza de una vida mejor para las mujeres, los niños, los jóvenes…Esperaba con todo su corazón que la humanidad entera abriera su corazón a Jesús y le diera la bienvenida en su vida. Esperó ser curada, morir, en Zambia y permanecer entre la gente que tanto amaba, más que a ella misma. Esperó en la misericordia y el amor de Dios. Y estaba en lo cierto.
Una mezcla de pasión y entusiasmo. Deseaba y ecesitaba compartir el don de la fe que había recibido; testimoniar ante el mundo entero que Dios es el mayor tesoro que hemos recibido, que el amor es lo único que vale la pena. Su pasión y entusiasmo fueron consigo a todas partes…Cuando estuvo en Italia para los tratamientos y revisiones, no dejó de visitar escuelas, grupos misioneros, familias para contarles la Buena Nueva: ¡que el amor de Dios es real y está aquí para nosotros! En Zambia caminó por las calles de Lilanda, de Kanyama, por los pueblecitos de Kaparu…deseando llegar a todos.
Una misionera orante. Rezaba antes de cualquier otra cosa. No había servicio, ni homilía, ni visita que reemplazara el lugar de la oración. Todo quedaba en un segundo plano cuando se trataba de Dios. Cada día, en la capillita de la comunidad, Maria se quedaba en silencio ante Dios. A solas con el Único. Muchas, muchas veces la vi salir de la capilla…y me acordé de Moisés al salir de la tienda: su rostro estaba radiante. Sí, el de ella también lo estaba.
Una hija de Comboni. Como él, sólo tuvo dos pasiones en su corazón: quería que todo el mundo conociera y experimentara el amor de Dios y que todos vivieran como hijos e hijas suyos, con dignidad, amor, respeto y en paz. Empleó toda su vida en cumplir estos dos sueños. Era mi hermana…y hermana de todos los que la conocieron.
Y me paro aquí, aunque pudiera decir aún muchas más cosas. Lo hermoso es que ahora ella está con Dios, en el cielo. Continua siendo nuestra hermana, nuestra hermana Maria, sólo con una diferencia: ahora está mucho más cerca de Dios…y de nosotras.
Misioneras combonianas de Zambia
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