sábado, 15 de mayo de 2010

Dios en el recreo

Foto: Madeleine Delbrêl


Trato con niños todos los días. Soy su señorita, su maestra. Algunos de ellos están terriblemente perdidos. Algunos, se han sentando de espaldas, de cuclillas y esperan a que suceda algo extraordinario. La mayoría de los adultos pasamos deprisa a su lado, corriendo de un lado a otro haciendo fotocopias, rellenando casillas en un acta, haciendo malabares para cumplir un temario, para corregir los exámenes a tiempo. Yo soy una de esas, quizás por mi inexperiencia, quizás porque estoy más atenta a cumplir las reglas que a cumplir con mis niños.

No sé si soy capaz de perder el tiempo como esa mujer de la foto, que con tacones y un reloj, se ha puesto también de cuclillas, enfrente de quien está cansada de esperar a que suceda algo extraordinario. Su expresión (la cabeza ladeada, las cejas fruncidas, los labios apretados) parece decir que toda su atención está volcada en lo que pueda decirle una niña. Y a saber qué le está contando. Tal vez que se ha peleado con su mejor amiga, que no ha hecho los deberes, que le encantan los espaguetis. Cualquier tontería para un adulto. Y sin embargo, esa mujer se ha agachado y ha dejado de hacer sus importantes tareas para escucharla.


Cada vez me siento más niña. Ahora tengo más o menos todo lo que yo pensaba que tenía un adulto: un trabajo, carné de conducir, una cuenta en el banco, también tuve pareja y me enamoré, he viajado a donde he querido, ya no pido permiso para nada. Creo que ésa era la idea que tenía de los mayores cuando era pequeña. Los adultos siempre sabían qué tenían que hacer, los adultos resolvían todos los problemas, los adultos no lloraban nada más que por cosas importantísimas, los adultos no pedían ayuda porque ya habían aprendido todo lo que les hacían falta para vivir. Lo malo es que se supone que yo ya soy adulta: joven, pero adulta, al fin y al cabo. Y, sin embargo, cómo me gustaría a veces sentarme en cuclillas, de espaldas, a esperar a que algo extraordinario lo ponga todo patas arriba.

Y me parece, también, que Dios se toma el tiempo de ponerse a mi altura, de ladear la cabeza y escuchar mis miedos infantiles, mis preocupaciones, mis quejas sobre los espaguetis con tomate; tiempo para ver cómo derramo lágrimas gordas, de cocodrilo porque mi mejor amigo se ha enfadado conmigo y no regañarme porque las seco con la manga de la camisa. Me lo imagino perdiendo todo el tiempo del mundo para intentar que entienda que no piensa echarme ningún sermón, que no ha apuntando en el “memo” del profesor un negativo por no hacer los deberes. Lo mejor de Dios es que no acumula, ni calcula, ni mide el tiempo que pasa con cada uno de nosotros.

Me gusta imaginarme así a Dios, hablando con los niños del recreo, sin fingir, convirtiendo el mundo en asuntos tan importantes como el cromo perdido, el caracol reanimado al sol, el examen de primera hora. Ojalá los adultos disfrutáramos de ese gusto por perder el tiempo en lo insignificante, ojalá supiera coger de la mano a tantos niños perdidos… Igual que Dios me coge a mí, igual que seca mis lágrimas de cocodrilo con infinita paciencia. Igual.

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