domingo, 23 de mayo de 2010

Confieso que he amado y me he dejado amar


“Durante ese tiempo, una Hermana me repetía constantemente que la misión donde yo estaba destinada era muy primitiva y muy pobre. Yo no me atrevía a decir nada, pero me sentía abrumada y con mucho miedo. Me había formado para la misión, había oído hablar de ella, había visto fotos, diapositivas y películas, y me había hecho una cierta idea; pero ahora veía que vivir y experimentar esa realidad en primera persona era muy diferente.”


Siempre me ha gustado leer los diarios de misión. Cuando son sinceros, cuando no están edulcorados y la persona se muestra tal y como es…entonces, creo que se convierten en la ventana privilegiada para intuir cómo Dios va trabajando en cada uno de nosotros. “Confieso que he amado y me he dejado amar” es uno de esos auténticos diarios de misión.


Me lo bebí en dos patadas. Fue un regalo. Cuando un libro me gusta, lo devoro. Sé que no es una buena costumbre (pero para eso se inventaron las segundas, terceras e infinitas lecturas), pero no podía dejar de leer. La Hna. Esperanza Rosillo recuerda sus años en Kenia, sus aciertos y sus meteduras de pata, sus miedos, sus esperanzas, los logros y los fracasos y su “noche oscura”. Pero también cómo su relación con Dios iba madurando, estrechándose, cómo ha ido comprendiendo con el paso de los años que la confianza que Él tiene en nosotros es infinita y que va más allá de nuestras conquistas, y sobre todo, más allá de nuestras miserias.

“Gracias por amarme y sonreírme, por fiarte de mí conociendo mis debilidades. Gracias por hacerme testigo y no haberme quitado tu confianza, incluso cuando mi testimonio se convierte en algunas ocasiones en caricatura de lo que Tú eres. Gracias por tu fidelidad.”


Si queréis conseguir este libro, podéis hacerlo a través de la editorial Mundo Negro o solicitándolo directamente a la Casa de las Misioneras Combonianas en Madrid. Os dejo con un trocito del prólogo:

“He pasado muchos años en Kenia. En ellos el pueblo keniano me ha visto luchar, crecer y debatirme, a veces, en un gesto de poca esperanza y poca fe. El pueblo keniano me ha esperado con paciencia, ternura, comprensión y confianza. Me ha enseñado a vivir, ejercitando esa sabiduría que no se aprende en los libros, sino recorriendo la vida centrada en la persona, permitiéndole equivocarse y enriquecerse con la experiencia. Me ayudaron a ser yo misma, interrogándome o retándome, cuando mi actitud no era coherente con el Evangelio que proclamaba y, en consecuencia, desdibujaba la imagen por la que tenían que reconocer al Señor.”

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