domingo, 24 de marzo de 2013

La ramita de olivo y la herida





Durante estas dos semanas mucha gente me ha preguntado qué pienso del nuevo papa. La mayoría esbozaba una tímida sonrisa y confesaba que “le gustaba, que parecía diferente”, en espera de que yo sacara una lista de argumentos oficiales para confirmar su opinión. Todos lo decimos en voz baja, como si tuviésemos miedo de mostrar demasiado entusiasmo, recelosos de que detrás de esos gestos tan diferentes se escondan segundas intenciones o se reduzcan a una cuidada estrategia de lavado de cara.

Yo soy la primera que cuida sus palabras, aunque a veces el deseo de una Iglesia diferente sea más fuerte que mi prudencia y me salga a borbotones por la garganta. Supongo que estamos todos heridos y la cautela sea sólo una forma de evitar que nos hagan más daño. O nos preparamos de antemano para cuando el entusiasmo de los medios de comunicación se acabe y comiencen a sacar trapos sucios, para seguir vendiendo periódicos y aumentar el share de pantalla.

Hoy, Domingo de Ramos, me pregunto si Jesús querría esta alegría a medias, prudente, en mi corazón. ¿Qué debo hacer? ¿Cómo se manejan los sueños rotos? ¿Debo lanzarme, de nuevo, con todo el corazón, toda el alma, todo el cuerpo? ¿Puede la confianza construirse con medias tintas? ¿y si hoy agito en el aire las hojas de palma y después tengo que gritar “¡crucifícalo!”? 

¿Tan vieja soy ya que desconfío del que entra en Jerusalén a lomos del borriquillo? Jesús, sigo tu cortejo la última, sin decidirme a gritar. Aquí llevo la ramita de olivo. Pero hay algo en mi corazón que todavía duele demasiado como para confiar ciegamente en nadie, ni en nada.

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