Hace unas
semanas Dios intentó pisar tierra firme y acampar entre nosotros, pero
cuestiones burocráticas impidieron el milagro. En Belén, una ocupación hotelera
cercana al 100% dio como resultado que María diera a luz a su primer hijo
(nuestro Mesías) en una cuadra.
La única diferencia entre un hecho y el otro
es que el primero (el que tres personas murieran en el estrecho porque los
dispositivos de rescate marroquíes y españoles no se ponían de acuerdo:
transcurrieron 9 horas desde que
pidieron socorro por primera vez hasta que llegaron en su ayuda) ha quedado relegado a dos minutos escasos del
informativo del mediodía y lo segundo queda sepultado bajo figuritas de
escayola, kilos de mazapán y miles de luces en los centros comerciales.
¿Otra vez la
Navidad? ¿Otra vez corriendo de un lado a otro para comprar regalos, que luego
van a ser devueltos? ¿Otra vez a preparar la engorrosa cena de Nochebuena? (que
sí, que todos estamos encantados de reunirnos para cenar, pero al final soy yo
la que se carga el muerto de cocinar para veinte personas tres menús distintos)
¿otra vez escuchar en misa que Dios se ha hecho niño? ¿Que se ha “encarnado”?
Encarnar… ¿Y eso qué quiere decir?
Hemos vivido,
¿cuántas? ¿Ocho? ¿Treinta? ¿Cuarenta? ¿Sesenta y seis navidades ya? Y en todas
ellas, Dios “se encarnó” y puede que ni nos hayamos dado cuenta, de lo ocupado
que estábamos “celebrando la Navidad”. “Encarnar” una palabra tan física, tan
palpable, tan humana. Cuando algo se encarna duele, porque no pertenece
originariamente a esa naturaleza. Dios eligió hacerse hombre…y aquello empezó a
dolerle desde el principio. Porque su madre lo alumbró en un establo, donde
olía mal y hacía frío, porque luego tuvo que hacer cientos de kilómetros a
lomos de un mulo para volver a Nazaret, porque seguro que se desolló las
rodillas jugando con los niños de su calle, porque puede que alguna moza le
rompiera el corazón, porque a su primo lo mataron y su mejor amigo lo traicionó
y porque…Porque acabó como todos sabemos.
Eso es lo que
celebramos en Navidad: que Dios eligió bajar para saber qué era lo que nos
dolía a nosotros y así, liberarnos y mostrarnos una forma nueva de vivir, de
amarnos y de amarlo a Él. Quitemos lo accesorio, el ruido, la tradición
incluso, y quedémonos con el misterio de cómo Dios puede desear hacerse una más
de sus criaturas.
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