viernes, 8 de febrero de 2019

El Dios de las pequeñas cosas


Ayer compartía el artículo que El País le dedica al antropólogo francés Marc Augé, crítico de la “no realidad” que caracteriza nuestros días y horas y defensor de las pequeñas alegrías cotidianas.

Mientras lo leía, no pude evitar recordar que mi padre, cuando estaba en plenas facultades, siempre trataba de hacerle entender a mi madre que la felicidad no era más que eso: un entramado de pequeñas alegrías, entretejidas con sufrimientos y tediosa normalidad. Textil a la par que acertada metáfora para un hombre, nada poético, pero de natural optimista. Supongo que descubrir los hilos de colores más brillantes en la trama de este tejido vital, requería pasar del conjunto al detalle, con un ojo entrenado para dicha tarea y mi madre siempre ha sufrido de miopía magna...

Ayer, domingo, debería haber ido a visitar a algunas familias con enfermos para llevarles la comunión. Una “alegría cotidiana” en forma de “comida de domingo casera, preparada por la hermana recién llegada” me dejó “KO” para el resto de la tarde y no fui. Esta tarde, aprovechando que era día de fiesta (día de la Independencia) he ido a visitarles.

Cualquiera con un poco de “sano juicio” podría tildar estas visitas de “ineficacia total”. Con mi “pobre tamil”, unas simples oraciones de “1º de catequesis” que he conseguido memorizar y el Evangelio (rezo siempre para encontrar a alguien que lo proclame con más dignidad que la de mis dudosos balbuceos) aterrizo en cada uno de sus hogares. Bueno, con toda esa pobreza humana y con Jesús Eucaristía, que hace el resto del trabajo.

Hay una familia que tiene un bebé que alterna los gritos y las carreras con las postraciones de rodillas, manos juntas en el pecho en actitud orante, tres dientes por fuera y una sarta de ruidos rítmicos que parecen las letanías que reza su abuelita al fin del Rosario. Otra, la de mi amiga octogenaria, congrega a todos los miembros para la oración (que dirige ella con un ritmo vertiginoso, cortando todas las palabras a medias) y me despide con un “bye, bye”, una sonrisa de oreja a oreja, desdentada y rebelde y con un abrazo de los de “de verdad, me alegro de verte”. Hay otra señora que ronda también los ochentaitantos, que parece un ángel. Y después está Lawrence con su esposa Kala.

Lawrence tiene un problema renal, desde hace años, que le hace depender de la diálisis y de una sonda que siempre lleva colgando. Además, su cabecita no parece estar bien del todo. Su esposa, Kala, una mujer de unos cuarentaitantos, menuda, con sonrisa serena y ojos de anemia, es la que cuida de este hombretón que casi le dobla en tamaño. Hoy, al llegar a su casa, la puerta estaba cerrada, las cortinas echadas y la música encendida. Después de llamar un par de veces, Lawrence ha repetido algo; he querido entender que era un “pasa” y he entrado. Agitado, con un fuerte olor corporal, este hombretón insistía en que entrara al dormitorio. Yo no quería y no entendía la razón. Hasta que al final, viendo su insistencia, he entrado. En la cama, ardiendo de fiebre y no más grande que las niñas de sexto a las que doy clase, estaba Kala que, a pesar de los gritos de Lawrence, no se despertaba. Sólo momentos como el de hoy me hacen arrepentirme de no haber obedecido a mis padres estudiando medicina en vez de historia.

Al poco de estar allí, tras haber constatado que la fiebre era altísima y el pulso casi imperceptible, ha aparecido Wiky, la vecina budista de Lawrence y Kala. En un momento, con dulce rotundidad, ha despertado a Kala, la ha vestido y nos la hemos llevado al médico. Ha pagado la consulta (el hospital hoy no tenía urgencias, por eso de ser festivo; pero sí estaba allí el médico privado) y el motocarro que nos ha llevado hasta la clínica. A la que regresaban a casa, ha parado para comprar unas verduras en una de las tiendas del camino, que seguro terminarán en la casa de Kala.

La absoluta normalidad de esta mujer gestionando la situación y el cálido cuidado fraterno para con su vecina (no es la primera vez que la veo ayudando a Kala) me han hecho volver al artículo de Augé: las pequeñas alegrías de la vida.

Hoy esta mujer, budista, ha sido una de estas pequeñas alegrías. Ha sido la encarnación sencilla y perfecta de la Palabra hecha Vida.

Cada día me convenzo más de que el misterio de Dios tiene más de humano y de realidad encarnada de lo que nos afanamos en creer. Y que los sacramentos y la liturgia llenos de paramentos, pompa y boato, no pueden ser más sagrados que las circunstancias de la vida cotidiana en las que Dios se hace presente.

Hoy, una mujer, budista, revestida con el único paramento de la humanidad y la premura ante su vecina enferma (que se encarga de cuidar a su marido enfermo) ha “celebrado” uno de los momentos más sagrados que he testimoniado en Sri Lanka. Poniendo un hilo de color brillante a la trama de la vida. Derrochando humanidad humanísima.

Dios, Madre y Padre: Ábreme los ojos del rostro y del alma para verte, tocarte y amarte encarnado. No me dejes caer en la tentación de ceñirme a “verdades teóricas y excluyentes” que “adormezcan” la capacidad de descubrir el color de tu presencia en la trama de nuestras vidas.

Bea Galán
 
 

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