Queridos amigos y familia, me llamo Carmen y soy laica
misionera comboniana.
Hace menos de un año estaba todavía por tierras
africanas, viviendo con el pueblo Acholi (en Uganda), lo que ha sido, sin duda,
un periodo muy especial de mi vida. He estado en Gulu tres años, en un
orfanato, trabajando con los niños en actividades creativas en un pequeño
taller que hicimos entre todos. También trabajaba con las mamás en la gestión
del almacén y el granero, donde teníamos que secar y almacenar el maíz, arroz y
otras legumbres que recogíamos en el campo, y que después repartíamos para
comer.
Mirando hacia atrás pienso en cómo los pasos que das
(a veces sin entenderlos) hacen el camino, un camino que Dios ha diseñado en
alguna parte y que sueña con mostrarnos a cada momento. Tu camino, que a veces
necesita de alguien que te empuje porque estás paralizado, de alguien que te
acompañe, incluso que te lleve en brazos porque estás demasiado cansado. Pero,
¿qué me decís cuando en el camino corres y saltas llena de entusiasmo porque
sabes que tu ruta esta vez la sientes en el corazón al 100 %? Para mi esa es la
vocación, cuando caminas de la mano de Dios y llena de paz, aunque los
problemas no hayan disminuido, ni las dudas, ni siquiera los miedos, pero la
balanza se descuelga irremediablemente por el platillo que dice alto y fuerte
“esto es lo que Dios quiere para mí, y por eso me siento tan plena”.
Con esas dudas llegué al grupo joven de las Misioneras
Combonianas (como había ido a tantos otros sitios), pero al instante sentí que
allí había algo que me atrapó, por su fuerza y por resultarme tan familiar.
Cosa inexplicable, me sentía en casa, sin conocer el sitio ni a las hermanas.
Estoy muy agradecida al cariño y a la paciencia que tuvieron, ya que fue de su
mano como pude discernir que mi vocación estaba en la familia Comboniana. Así
conocí a los laicos, que viven también el carisma de Comboni y con los que
comparto camino ya seis años. Con los Combonianos abrí las puertas de África….
Continente que había estado durmiendo en mi corazón no sé desde cuándo, ni por
qué. Sólo sé que quería estar, quería vivir, sentir y compartir la experiencia
de Dios con el pueblo que tuviera la generosidad de acogerme, de acompañarme y
de enseñarme otra cara del mundo. Cara que al final es la misma, humana.
No hay sorpresas, porque el hombre sueña igual en
todas partes, sonríe, llora, piensa, siente. Las relaciones son también las
mismas, pero ¡qué determinantes son los envoltorios!, ¡qué determinante la
pobreza que te ata y no te da opción a elegir!, ¡qué cruel la vida “de mínimos”
que mata por una simple infección…..”
Así que la experiencia se hace carne, precisamente
cuando te desarmas y ya no hay marcha atrás. Ese mundo que intuías está y es
duro, muy duro para mucha gente, gente que nació como tú, pero en otra parte,
sólo eso.
Aquí Dios se vuelve más centro, porque sin el eje de
la fe, todo se desmorona. Es fácil dejarte acariciar por lo “bonito” de la
experiencia misionera, que en mi caso fueron muchísimas cosas, como la suerte
de vivir en comunidad con tres laicas polacas con las que he disfrutado y
compartido, el pueblo acholi de carácter abierto y acogedor, los niños que
siempre lo hacen todo más fácil y divertido, la vida más despacio y sin tanto
ruido, más de relacionarse y crecer…..Pero si no llevas cuidado, por otro lado
te va invadiendo lentamente una tristeza fruto de esa injusticia crónica que
está en las entrañas de este mundo y que lo divide en los que abusan de los
demás y en los que no pueden defenderse.
En Gulu construimos un precioso taller “Art Studio”,
donde hacíamos muchas manualidades que después vendíamos a los voluntarios que
se acercaban a visitarnos. Pero lo fundamental era que pudimos hacer un espacio
para divertirnos y hablar con los niños, mientras ellos se daban cuenta de que
eran capaces de hacer cosas preciosas. Todos estaban muy orgullosos cuando
terminaban una libreta, un lapicero o un monedero. Ellos me enseñaron a mí, a
hacer coches con botellas de plástico y guirnaldas de flores para ponerse en el
pelo.
Tres años son pocos para entender profundamente tantas
cosas, pero sirven para intuir, para acercarte a personas de una cultura tan
lejana y tan cercana a la vez, porque eres capaz de sentir cosas muy fuertes,
como la gratitud auténtica de corazón, la sensación de fraternidad, la
esperanza y la alegría. En Uganda he sido muy feliz.
Y ahora estoy aquí, en Murcia, intentando reconstruir
todo lo que ha quedado debilitado por esa dura realidad, de la que creo que es
imposible escapar una vez que la miras a los ojos. Intentando que Dios, que fue
el que me llevó hasta allí, me ayude aquí a no olvidar, y a no dejar que la
tristeza me invada, que me ayude a aceptar y a aprender a vivir con una fe
nueva, fe que se ensució con la tierra del camino, pero que se tiene que
levantar, sacudir y volver a caminar con fuerza.
Confiando en que el amor tiene la última palabra, y no
otros ruidos que intentan imponerse. Para eso cuento con mi familia, amigos, y
hermanos laicos combonianos, que me acompañan y ayudan en este periodo a
recuperar la esperanza para vivir con plenitud y alegría, y quién sabe si en un
futuro poder volver a África con la misma ilusión, sino mayor, con la que
llegué a la aldea de Gulu un mes de agosto de 2014.
Carmen
Aranda,
Laica Misionera Comboniana
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