jueves, 31 de octubre de 2019

Misión a Lodwar, Kenia





África es un lugar único, supongo que cualquiera que lea este artículo es capaz de corroborarlo, por mucho que no haya ido. El sentimiento de amar a África sin haber estado es un don, algo que, quizá, no todos tenemos la suerte de sentir. Eso me pasó a mi al unirme al grupo de COMBOJOVEN, ese amor por África que yo sabía que sentía, aunque no sabía que podía ser tan grande, se manifestó de tal forma que decidí que, con aprobación o no de mi círculo, este verano me iba a Kenia. Lo decidí en una de las convivencias, no era la primera vez que iba a una, pero si la primera en la que conocí a María Ocaña, y supongo que su amor incondicional por este continente, trasmitido por su madre desde que era un bebé, despertó en mi aquello que había tenido desde siempre. La decisión para mi no fue difícil, era comprar un billete de avión, hacer la maleta y estar en el aeropuerto el día 6 de julio. Creo que esa idea de que no era tan complicado como parecía fue lo que me pasó factura después.  Para mis padres no fue tan fácil de digerir, y en general para mi circulo tampoco. No sabría decir cuantas personas me dijeron que estaba loca, qué cómo me iba a un sitio así, que no estaba preparada, que no sabía lo que era aquello o que como era tan valiente. Esta última pregunta me molestaba profundamente ¿Valiente? ¿Valiente yo? Yo me iba un mes, valientes eran aquellos que se iban toda su vida, yo solo estaba yendo a ver como era aquello. Sin embargo, al final del viaje entendí que no era que no fuese valiente, que a lo mejor en ojos de otras personas si que lo era, pero para mí era que tenía a Dios a mi lado. No era valiente porque no tenía miedo porque donde fuese estaba con Él.
El día 6 de julio, iba en el coche camino al aeropuerto, y por mi mente no dejaba de rondar la idea de que aquel viaje no era tan acertado como había pensado. Yo, que había estado convencida de irme en todo momento y que había discutido con todo el mundo para que vieran lo que yo sentía, por un momento se me pasó por la cabeza que aquello era una locura. Días mas tarde, ya allí, me tranquilizó saber que no era la única que se había sentido así, sino que Cris por un momento había preferido quedarse en su casa también, pero, al final ambas agradecimos a Dios profundamente haber ido.

Puede ser que mencionar los dos días de vuelos que tuvimos que hacer parezca que no tiene importancia aquí, pero creo que tengo que contar la ilusión que sentimos todos. Yo, personalmente, no podía estar quieta, de niervos o de miedo no lo sé. Al aterrizar en Nairobi el día 8 sentía que iba a ponerme a gritar de la emoción. Fue allí donde se empezó a formar la familia en la que nos convertiríamos después, entre miradas nerviosas, abrazos emocionados y sentimientos que se desbordaban por todos lados porque ninguno éramos capaz de retener aquello dentro. Éramos libros abiertos, y eso nos unió desde el principio.

En Nairobi estuvimos dos días, y ya la ciudad me impresionó desde el primer viaje en taxi. Es una ciudad de edificios altos y modernos, pero que todo eso se entremezcla con una pobreza muy distinta a España. Yo no era capaz de entender los Hoteles de cinco estrellas cerca de todo esto, o los coches tan caros que había que pasaban indiferentes. Al final del día Samu me preguntó qué era lo que más me había impactado y yo le respondí que los espejos que usaban los guardas que estaban en las puertas de los garajes para comprobar que no hubiese bombas debajo de los coches. Denotaban la inestabilidad que había, aunque es uno de los países que mejor situación tiene, seguía siendo África.
Mas tarde pensé: ¿Eso era lo que me había sorprendido? Pues lo que estaba a punto de ver iba a transforme en otra persona, porque cada día las cosas eran tan distintas que no eras capaz de acostumbrarte.

Lo primero digno de mención fue la avioneta en la que fuimos a Lodwar, el condado al norte de África donde pasaríamos el resto de los días con el pueblo turkana. Cuando la vi pensaba que alguien estaba bromeando, y que esa caja de metal con alas se iba a estrellar nada mas despegar. Pero no, el Padre Daniel iba muy en serio, y nos subimos a aquella avioneta que nos iba a llevar al lugar mas maravilloso del mundo, a pesar de que no fue un viaje divertido (al menos para nosotros, porque el resto de pasajeros se reían cada vez que María y yo gritábamos).

 Lo primero que me llamó la atención fue el sol y la temperatura. Yo ya sabía que no iba a ir a una selva húmeda, si no que iba a uno de los sitios mas secos de la tierra. Ya el Padre Daniel nos había dicho que había gente que lo describía como el sitio en la tierra más parecido al infierno. Pero, la verdad, es que hasta que no llegué no lo confirmé. Hacía tanto calor que yo dije que no sobrevivía ahí todos los días. Al “aeropuerto” (caja de metal del tamaño de una clase de cualquier instituto) nos vino recoger el Padre Simón, mexicano, que junto con el Padre Arón nos iban a acoger en su casa aquellos días. Creo que no hay palabras para describir a estos dos hombres. Las comidas era risas constantes, y su plena disposición a ayudarnos en todo momento fue una de las razones para que estuviésemos en casa. Son, los dos, verdaderos ejemplos de amor, servicio y ayuda, creo que no tengo otra manera de describir el cariño que todos les cogimos.

Nos subimos en los todoterrenos, mientras nos peleábamos por quien iba fuera, sin saber que en unos días nos íbamos a hartar de estar en la parte de atrás de la pick-up. Cuando P. Simón nos dijo que habíamos llegado al centro de la cuidad yo miré a Javi con los ojos como platos. El centro de la ciudad era una serie de carreteras (no como en España obviamente) en cuyos lados había tiendas, y distintos establecimientos que se basaban en cuatro placas de metal y un techo construido de cualquier forma. Aunque la carretera por la que íbamos estaba medio asfaltada destacan el polvo por la arena, que hacía que todo se viese diferente. Las mujeres iban vestidas con los trajes típicos y entre los pliegues de las túnicas tenían guardados los móviles, lo que contrastaba notablemente. Había niños en los huesos vendiendo una especie de planta que usan allí para lavarse los dientes, padres que nos vendían a los niños en cualquier momento y señoras que se peleaban por hacerse fotos con nosotros. Pero también había vida en todos lados, aunque no de la forma como la entendemos en occidente. Los niños se reían, jugaban con palos, cuerdas, bidones y ruedas; las mujeres iban orgullosas con sus collares turkana y sus kilos y kilos de madera en la cabeza, y los hombres hablaban entre ellos sentados en las motos. Era vida, y a la vez no eras capaz de relacionar eso con lo que tu entendía yo por vivir. Sin embargo, a lo largo del viaje entendí que, en verdad, esa gente no era desgraciada viviendo allí, no era tampoco comparable con lo que yo conocía, sino que lo que me producía tristeza era el hambre, la pobreza y ver a niños forzados a trabajar desde pequeños.

Nuestro día a día era distinto según el grupo con el que estuviéramos, y el mío se basaba en ir a una escuela de sordos por la mañana en la hora de manualidades, del a comida y de la siesta. En esa sociedad este tipo d niños con algún tipo de capacidad distinta son considerados un problema, y son ocultados por las familias desde pequeños, para postras, sin embargo, fueron lo que nos devolvió la vida. Eran niños que habían sido privados de cariño y amor toda su vida, y ver como saltaban y sonreían cada vez que íbamos a sus clases era lo que nos hacía levantarnos por las mañanas. Fue allí, en un sitio donde no éramos casi capaces de comunicarnos porque no hablábamos el lenguaje de signos, donde ocurrió uno de los momentos mas bonitos de vida. Seguramente, cualquiera de esos niños vería como una banalidad lo que pasó, e incluso cualquiera que lea esto, pero quizá por tener los sentimientos a flor de piel que tenía ya por el hecho de estar allí, sea la explicación del momento del nombre. Sí, fue un nombre. Tu nombre en el lenguaje de signos lo puedes deletrear, pero como en toda lengua hay una forma de decirlo (aunque más especial que las lenguas hablados, porque es único para cada persona) con un solo movimiento, pero esto solo puede concedértelo alguien sordo. Fueron esos niños los que nos dieron algo que solo nosotras entendimos. Nos dieron un nombre, un nombre africano-sordo. Por eso me devolvieron la vida, porque fue la forma que hicieron partícipes de su comunidad.

Por las tardes nos íbamos a dar misa a distintos colegios cerca de la Parroquia, y fue esa la forma en la que capacidad para dar a aquellos niños lo que habíamos ido a dar; amor. Las manos extendidas hacia nosotros durante la Paz como si fuéramos especiales y sus caras cuando les sonreíamos no tenían precio.

Cuando terminábamos nos íbamos de vuelta al poblado de la parroquia, y allí jugábamos con lo niños a las palmas, bailábamos, jugábamos el futbol, cantábamos… O Samu y María tocaban su guitarra y violín. Creo que esos momentos de reírnos sin parar, la forma en la que cogían confianza con cada día que pasaba o el amor que derrochaban por nosotros es lo primero que me viene a la cabeza cuando pienso en Kenia. ¿Qué es Kenia para mí? Amor, alegría, familia y casa.

Dos de los días viajamos a dos pueblos distintos, Kitale y Lokori, donde había trabajado en Padre Daniel durante muchos años. Los caminos hasta allí no eran por carretera, si no por caminos de tierra, baches y sol que en la pick-up se hicieron realmente duros. Aún así, fue la forma de ver los poblados completamente aislados de todo, a los que niños que no tenían más de cinco años llevaban rebaños de veinte ovejas ellos solos. Las casitas de hojas y barro aparecían de la nada, en lugares insólitos con murallas de hechas de ramas de los escasos árboles que había como si eso pudiera protegerles, no solo de los depredadores, si no de las duras condiciones del clima. No me cabía en la cabeza la forma de vivir de esa gente ¿Cómo eran tan fuertes?

En esos pueblos había gente con la que el Padre Daniel había trabajado muchos años, y ver su cariño al verle volver y sus ojos anegados de lagrimas han sido una de las cosas mas especiales e la experiencia, porque realmente el Padre Daniel nos ha inspirado a nosotros a hacer lo que el hizo, aunque dudo que ninguno lo consiga, no se puede ser tan maravilloso.

Los ultimo días volvimos Nairobi, y allí visitamos el Parque Nacional de Amboseli. Uno de mis deseos cuando supe que íbamos a la sabana era ver una jirafa, cuando las vimos casi me puse a llorar. Había tachado de la lista todo lo que quería hacer en África en ese viaje, y así solo había conseguido hacer otra nueva, mucho más larga y difícil de cumplir. Tania me dijo que era el veneno de África, y yo supe que aquello se había acabado y que volvía a España.

África me ha roto el corazón en mil pedazos cada día que he estado con esas personas, pero a la vez me ha devuelto la vida. He llorado, mucho, incluso ahora no soy capaz de hablar de África sin hacerlo, pero he visto a Dios en persona, he encontrado a otra familia, y en definitiva he encontrado mi casa, y donde quiero pasar el resto de mi vida.

Laura Fernández-Pampillón Enguix

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