Lo había conseguido. La subida no
había sido fácil pero al final estaba en la meta. Tantos años, toda la vida,
para alcanzarla. Tanto esfuerzo, toda la dedicación, para llegar allí. Y ahora
la incertidumbre. La señal marcaba la continuación del camino, seguir subiendo.
Pero el valle, tan abierto, tan desconocido, llamaba. El agua, riachuelo
discurriendo hacia abajo, susurraba. El viento, de olor a sal, empujaba. Qué
hacer ahora, la señal hacia arriba, el impulso hacia abajo. Cuanto más subiera,
más costaría bajar, lo sabía. Allá vivía Isabel, una conocida, pero no podía
decir que una amiga. Había hablado de ella, pero no podía decir que hubiera
hablado con ella. Tal vez pudiera bajar a visitarla, a hacerse amiga, a hablar
con ella.
Podría bajar, y tomar perspectiva
de la subida, y encontrarse con Isabel.
Decidido. Poco a poco el paisaje
pedregoso de la altura, neblinoso, dio paso al bosque, diáfano. El agua entre
rocas pasaba ahora entre plantas y peces. El viento frío era ahora cálido y
húmedo. Y allí estaba Isabel. Su vientre saltó de gozo, cada nueva compañía era
una alegría. Estaba embarazada, esperaba una vida nueva que no acababa de
llegar. Estaba acompañada, tanta gente dando tanto, tantos años, tanto
esfuerzo, toda la gente dando todo, toda la vida, toda la dedicación. Y con
certeza. Con la certeza del alba, de que el sol sale, de que el gallo canta.
Con la certeza de la alegría, la del vientre que salta de gozo. Y allí está
ella, una niña con unos ojos profundos que lanzan una mirada viva, como la
tienen las niñas que están jugando en un mundo imaginado, siempre con una
sonrisa, como la tienen las niñas cuando les preguntan qué serán de mayores,
con piel negra y facciones indígenas, con piernas cortas pero resistentes para
caminar largas distancias, y con manos grandes y dedos finos. Allí está,
Esperanza, cuidando del gallo que a pesar de cantar tres veces, tres veces se
le niega el alba, cuidando del vientre, que a pesar de saltar de gozo, parece
incapaz de vencer la gravedad. Cuidando del visitante y presentando a Isabel.
Toca partir. De nuevo la mirada
en la subida, la mente en los valles. Se sube para alcanzar el cielo, pero este
se construye en los valles. De nuevo la incertidumbre, la certeza de buscar un
nuevo camino. Y Esperanza acompaña.
Hace falta un descanso, preparar
el mapa y remendar las botas. Una posada. Dónde ir cuando todas las puertas se
cierran, cuando todas las camas se ocupan. La duda de tener respuestas, y la
desesperación de tener certezas. La duda de dónde dar luz en un largo invierno,
y la desesperación de cuándo será el momento. Una posada en medio del camino,
un poco apartada, donde nadie se queda fuera porque es sencilla y humilde.
Donde un niño abre la puerta, un niño de ojos claros con una mirada luminosa,
como la tienen los niños que juegan sin juzgar, siempre con el pelo revuelto,
como lo tienen los niños que no están quietos, de pelo rubio reflejando el sol,
con brazos largos pero delicados, para abrazar y sostener. Allí está, Acogida,
abriendo las puertas y preparando las camas. Alimentando al toro, que valiente
enfrenta los peligros, y a la yegua, que ágil recorre los senderos.
Y ahí van llegando, los pastores
y alfareros, las aguadoras y jornaleras. En la posada se van juntando. Unos
también vienen del valle, saltando vallas, otros solo han conocido la subida,
preguntándose por lo sabido. Todos buscan otro camino. Camino que se anda solo,
porque de cada uno son las botas, camino que se hace juntos, porque cada mapa
es una pieza. Y el caminar se convierte en volar, desafiando a la gravedad.
Así en la posada dan
luz, luz cálida que abre la niebla, que derrite la nieve del valle. Nace un
nuevo camino. Y celebran la Navidad, posada de acogida esperanzada, de espera
acogedora. Feliz Navidad.
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